V. 1.3

Le pedí a Lina encontrarnos en Otraparte porque pensé que además de ser un lugar tranquilo y pintoresco, había cierto lúdico contrasentido en reunirnos en el mismo lugar en que la había conocido semanas antes y el nombre de la casa -hoy convertida en museo- del escritor y filósofo Fernando González. Pequeño divertimento carente de propósito o significado alguno. 

A mi llegada me sorprendió encontrarla esperando, cortesía inesperada de su parte, dado que en general soy yo quien espera. Nos saludamos cordialmente, casi como viejos amigos y luego de una corta conversación decidí fotografiarla allí mismo, en el pequeño jardín a la entrada del museo. Su vestido color marfil, de una tela delgada, sutil, casi transparente, le confería un aire romántico, ligeramente antiguo. Uno casi podría imaginarla paseando entre las bifloras y los helechos, con un libro en las manos, en compañía del maestro. 

De nuestros previos encuentros recuerdo su estilizada figura de “prima ballerina”, su dulce sonrisa de niña díscola y esa apariencia suya de proceder de otro lugar u otro tiempo. Lina tiene veitiun años, es estudiante de arte, alta, delgada, extremadamente creativa e intensamente inteligente. Divertida, teatral y un poco excéntrica. Sus pasiones oscilan de la pintura a la fotografía y el dibujo es el pivote de su péndulo creativo. La última de una serie de ilustraciones publicadas en Facebook, en la que representa a una muchacha desnuda sosteniendo una rosa sobre el pecho, es un maravilloso ejemplo de su talento.

Comenzamos a desenredar la madeja de sus pasos calle abajo, desde la avenida El Poblado hacia la avenida Las Vegas, entre callecitas ondulantes como los ríos de la selva, flanqueadas por edificios de apartamentos que parecían arder bajo el sol de ese primer día de verano. El clima era perfecto y la conversación fluida. Tomamos algunas fotografías en los lugares que nos indicó la inercia y finalmente nos detuvimos a beber un café acompañado de milhojas en un pequeño establecimiento que encontramos en una curva del camino. Mientras hablábamos, como un espectáculo de sombras chinescas, los árboles dibujaba sobre el pavimento la inexorable marcha del tiempo.

Abandonamos el lugar casi al filo de la noche. Bordeamos la avenida hacia el norte en medio del tráfico enloquecido. Sus últimas palabras se rompían contra los acantilados del viento, mientras yo buscaba en el aire evidencia de la realidad de ese momento. Nos despedimos con la promesa de vernos otro dia.

Durante mi regreso a casa vi a un hombre disfrazado de conejo cruzar la calle en bicicleta.