V. 1.05
Al cabo de 30 días Elizabeth despertó de un sueño confuso y sangriento. Había perdido a su bebé de 12 semanas de gestación y tenía paralizada la mitad izquierda del cuerpo. Una bala disparada durante una discución con su pareja, le había impactado el cráneo y destruido partes esenciales del cerebro. Tenía poco mas de 18 años y menos de 15 días de casada. Tres años mas tarde habría de convertirse en viuda.
Conocí a Elizabeth recientemente, en el Parque del Periodista, un viernes por la noche. Me sorprendió encontrar tan bella mujer, de apariencia pulcra y sofisticada, en compañía de los desaliñados jóvenes rockeros que han establecido allí su santuario. Le invité una copa que, para mi sorpresa, aceptó después de consultar con sus amigos. Un estereo portátil, que parecía haber cumplido su ciclo de vida útil, inundaba la noche con el sonido gastado de canciones ininteligibles.
-Parece que vomitaran- dije, refiriéndome a la música.
-A mi me gusta- replicó con indiferencia, mientras cruzabamos la calle en busca de un bar.
En “El Eslabón” ubicamos un lugar iluminado en donde conversar, ella ordenó un refresco y yo un ron seco y zumo de limón. Hablamos cerca de una hora.
Elizabeth tiene 32 años y su vida ha estado marcada por la la violencia, pero ni el asesinato de su esposo, a quien define como el hombre de su vida, ni el ostracismo decretado por su familia, ni las dificultades económicas o su propia discapacidad, han logrado disminuir el optimismo con que mira al futuro. Le consuela pensar que Dios le ha dado una segunda oportunidad sobre la tierra.
Los acontecimientos que precedieron al incidente que habría de cambiar su vida, son ahora como piezas de un grotesco rompecabezas que mentalmente recompone, noche a noche, en el silencio de su habitación. A veces la desespera la futilidad de ese ejercicio vano, pues sabe que no se puede borrar la indeleble escritura del destino, pero la persistencia de las heridas de un amor enfermo, deja cicatrices más largas que la vida.
Tiene una pequeña hija de 17 meses.
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