Allí estaba otra vez sin saber que hacer, atrincherada tras la vieja carcasa de un automóvil horadado por las balas y calcinado por el fuego. Inmóvil, sola, consumiéndose en su propio miedo, aferrada a su rifle de una manera a la vez íntima y brutal, como si fuera un órgano de su propio cuerpo. 

 

Había perdido la cuenta del número de veces que había intentado romper el cerco, avanzar al menos unos metros y ubicarse en una posición de ventaja en las ruinas de la escuela al final de la cuadra y tal vez darle su merecido a alguno de esas gonorreas que la acosaban desde el otro lado de la calle. 

Arriba, más arriba del humo y los incendios, por encima de las explosiones, de las balas y los francotiradores, los Black Hawks, ejecutaban su intrincada coreografía de buitre sobre las ruinas de esta ciudad moribunda. En el aire flotaba un nauseabundo olor a pólvora y a carne muerta.

Recordó entonces el río de aguas cristalinas al que iba a nadar en compañía de su hermana cuando era una niña, sintió el aire limpio de las montañas envolver su cuerpo desnudo y el agua fría salpicar su rostro, cerró los ojos para extender ese momento y se maravilló de la rapidez con la que había pasado tantos años. 

 -Todo está perdido- pensó no sin cierta alegría y con la mirada fija en un agujero en la pared de la escuela se lanzó calle abajo al encuentro de su destino. La calle entera se iluminó con las explosiones de las granadas y las bombas incendiarias mientras los Kalashnikov entonaban su rabioso canto de guerra. 

A escasos dos metros del improbable agujero en que había cifrado todas sus esperanzas un resplandor rojo iluminó su cara y el inapelable mensaje en la pantalla confirmó sus más profundos temores: Game Over. You been killed by a sniper.

Tiro con rabia los controles de la consola sobre la cama y se prometió a sí misma intentarlo de nuevo por la tarde.

Natalia tiene 22 años.