En mi libreta de teléfonos lo único que separa a Juliana de Juan Diego es el nombre de alguien a quien no recuerdo: Juan Felipe. Posiblemente el remanente de uno de esos inútiles intercambios de información personal con gente a quien nunca vamos a llamar o a escribir. Asunto de copas. Milímetros de texto que bien pueden ser una fortuita metáfora para la inevitable tragedia del amor o una simple casualidad sin significado alguno. De cualquier forma, borrar el nombre de un desconocido de mi lista de teléfonos, no va a cambiar en nada la inextricable conjunción de las estrellas.
De Juliana recuerdo su imperceptible quietud de felino al acecho y la determinación de sus ojos almendrados. Bastiones de la lucha por si misma, puentes de mando y vigías en los mas lejanos confines de su frontera interior.
A los 23 años Juliana tiene un claro plan de vida que incluye tener su propio casa, viajar, conocer gentes y culturas diferentes. Trabajadora de tiempo completo, estudiante universitaria, gurú del Blackberry, maga de los mensajes de texto, aficionada a oscuras canciones de rock en español que solo conocen los especialistas y un gusto por la vida solo comparable a su exótica belleza.
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